Por Jorge Andrés Prieto Prat.
El coche, el tren y el avión nos llevan lejos y pronto. En poco más de tres horas de autopista podemos disfrutar del azul del Cantábrico los que siempre hemos vivido a orillas del Tormes. En nuestra infancia y juventud, sin embargo, pasábamos a veces años sin salir de aquí, tierra adentro, y el recuerdo de verlo y respirar aquel aire marino por primera vez no se nos ha borrado nunca. Tampoco el aroma de las galletas de Aguilar, ni las nevadas del Pozazal, ni el bocadillo en el bar de Osorno.
Todo sigue allí. Pero resulta que hay mucho más.
En seis o siete días de pedaleo, con pausas y sin prisa, haremos nuestra la Armuña, la Guareña, la Tierra de Campos, el Canal de Castilla, los verdes collados de Cantabria y, por fin, el mar.
Los paisajes y sus gentes irán quedando atrás, sin más ruido que el roce de la rueda sobre los mismos caminos de los arrieros, los pastores, los peregrinos y los repobladores medievales del valle del Duero. Sobre campos de batalla de romanos, árabes, castellanos y franceses.
No sorprende que los genios se inspiren y escriban sus mejores obras después de un viaje a lo conocido.