Resulta gratificante rememorar y escribir sobre las islas Hawaii, en estos fríos días de principios de diciembre. Mirar y mirar los atlas es lo que tiene, que llega un día en que los ojos se fijan en un archipiélago remoto, el más remoto del mundo, en medio del Océano Pacífico y a 4.500 km, de la tierra continental más próxima: las costas de California. Son 7 islas principales, de las cuales sólo pudimos visitar 4. Enseguida se desvanece la imagen idílica que nos trasladaron películas como Blue Hawaii y vemos las dos caras: el mar y las montañas, las plantaciones de piñas y las selvas, el lujo desmedido y la miseria, el nativo hawaiano y el rubio americano, …
Realmente los motivos, más bien las expectativas, que me llevaron a esas islas eran varias: sus grandes montañas, sus selvas, su avifauna endémica, sus volcanes activos, la inmensidad del océano, …
Y así, un buen día de julio nos presentamos en el aeropuerto de Honolulu. Y empezaron los saludos Aloha. Primero unos días en el centro económico del archipiélago, la isla de Oahu, donde se recogen un poco los tópicos que se han exportado: Waikiki Beach, Diamond Crater, los cinematográficos escenarios de las montañas de Kaloa, y como no podía ser menos, Pearl Harbour. Después un ferry a la isla de Maui, donde disfrutamos de las impresionantes cumbres de Haleakala, a más de 3.000 metros de altitud, los magníficos bosques de Waikomoi con su joyita: lo que queda de la casi extinguida avifauna nativa hawaiana, y jornadas de buceo en las costas de La Perousse Bay. Vuelo a la gran isla, la Big Island, donde básicamente se resume todo en la ascensión al 2º pico más alto del Pacífico: el Mauna Loa, con sus 4.300 metros de altitud, ver las erupciones del Kilauea, ver retazos de aves endémicas en Kipuka 21 y bucear en la costa de Captain Cook Bay. Y otro vuelo, a la isla de Kauai, donde se resume todo en el Gran Cañón de Waimea, las cumbres de Kokoe y lo que queda de avifauna endémica, los acantilados de Napali y las extraordinarias playas y … gastronomía. Y … de vuelta a Oahu, y de vuelta a casa.
¿Y de todo esto que quedó?. Me quedó una sensación agridulce. He tardado mucho en valorar este viaje. Realmente, como naturalista quedé defraudado, porque teniendo en cuenta que este archipiélago es un laboratorio de evolución, comparable a las islas Galápagos. Por debajo de los 1.000 metros prácticamente no queda nada autóctono, ni vegetal ni animal, y por encima de los 1.000 metros, cuesta ver algo autóctono. Ahora a 3 años vista, y con el bagaje del tiempo transcurrido, veo que como naturalista significó para mí un antes y un después,
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