Inmaculada Rodríguez Arroyo y Jesús Nicolás Sánchez. .
(Montañeros y naturalistas)
Viajar para algunos no es ir poniendo chinchetas en un mapa, ni coleccionar lugares visitados, lo que, por otro lado, tampoco dejará de ser siempre muy enriquecedor -viajar siempre lo será. Para algunos viajar es algo incluso más simple que todo eso, es una necesidad interior en la que, si coleccionas algo, serán experiencias, nunca lugares. El camino se vuelve entonces una escuela, un aprendizaje, y el objetivo en sí mismo. El destino, por su parte, se convierte solo en la excusa perfecta para volver a cerrar por fuera la puerta de tu casa y comenzar un nuevo periplo.
Así, el Ártico nunca fue para nosotros realmente un destino pinchado en un mapa-mundi, ni un archivo más en la carpeta de “pendientes” donde guardas información práctica respecto de algunos lugares que deseas conocer, sino sencillamente un sueño más de los muchos que alimentan nuestro espíritu y nuestro corazón, hambrientos siempre de aprender, de ver, de estar y de respirar.
Y el destino quiso que finalmente se presentara sin previo aviso ese día en el que el sueño se nos iba a hacer realidad. Cerramos, pues, la puerta de casa con el Ártico no como destino sino como pretexto. Llenamos nuestra furgoneta de equipo, comida e ilusiones y pusimos rumbo al Gran Norte, como esas grullas viajeras que tras llenarnos todos los inviernos de trompeteos y uves en el cielo regresan a su lugar.
Viajar en furgoneta tiene mucho de vagabundear, que es como decir que será el viaje el que irá decidiendo los lugares por los que pasaremos. Vagabundear, improvisando en los cruces de caminos, sobre la marcha, es adictivo porque la libertad lo es. Se convierte en un verbo fundamental para nosotros, en la esencia de cualquier viaje. Vagabundear como sinónimo de viajar. Viajar como equivalente de vagar. Ya solo necesitas una disculpa que justifique un rumbo concreto.
Pero es que en esta ocasión, además, iban a ser exactamente dos las disculpas que nos sobraban.
La primera excusa sería quedar con uno de los animales más especiales y representativos del ecosistema ártico, un animal que compartió época con los dientes de sable y convivió con los últimos mamuts lanudos en las tundras árticas al final de la glaciación de Würm, hace ya 12.000 años. Efectivamente, el buey almizclero es una bestia prehistórica, un superviviente de la Edad del Hielo capaz de encontrarse en su ambiente en medio de una ventisca a 50º C bajo cero. Se trata, sin lugar a dudas, de uno de los animales menos conocidos y a la vez más icónicos de la fauna ártica, y nosotros haríamos todo lo posible por encontrarnos con él.
Y la segunda y principal de esas disculpas iba a ser la de deleitarnos con uno de los espectáculos naturales más hipnotizantes y seductores que nos puede regalar la naturaleza: las auroras boreales. ¡Cómo resistirse a ser partícipes de la magia mítica de las luces del norte, de esos velos de colores bailando en las noches invernales que para los vikingos estaban envueltos de leyendas y profundas creencias! Si viajar en pos de la naturaleza para estos dos mortales siempre ha sido un sueño, entonces las auroras boreales son como vivir un sueño dentro de otro sueño. Imposible no dejarse arrastrar por la brujería de la dama verde.
Pero ya hemos dicho que los viajes son mucho más que las excusas con las que los justificamos, y en esta ocasión las luces del ártico y el propio camino completaban el todo, proporcionándonos encuentros con algunos de los animales más emblemáticos de estas latitudes y estancias en unos paisajes de los que, inevitablemente, queremos volver a formar parte lo más pronto posible.
Tundras, bosques boreales, montañas y costas escandinavas conforman un escenario natural tan asombroso que justificará sobradamente repetidos viajes, son el lugar perfecto donde hacer realidad el verbo vagabundear. Eso es el Gran Norte para nosotros.
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