Por Javier San Sebastián y Carmen Castaño.
Marruecos nos cautiva. Cuando viajamos allí sentimos que hacemos un viaje en el tiempo, más que en el espacio. Es imposible encontrar otro contraste cultural tan brusco, tan cercano, tan accesible y sorprendente.
Tras llegar a Marrakech, la agobiante animación de las calles nos provoca una sensación de “realidad aumentada”; preferimos sumergirnos en los callejones umbríos de sus distintos barrios. Paseamos entre pequeñas mezquitas y mercados tradicionales que nos atraen poderosamente, quizás porque intuimos que ese mismo modo de vida era el que teníamos en la península hace unos cientos de años …
Además de los antiguos palacios, fortalezas, madrasas y mezquitas, los jardines son una delicia. Los de Majorelle son un remanso de paz junto a la vorágine de tráfico y ruido.
La ciudad de Fez es en nuestra opinión la más hermosa de las cuatro ciudades imperiales. Cuando nos hemos alojado en riads hemos disfrutado de la facilidad para zambullirnos en la vida real de sus laberínticas medinas. Una experiencia absolutamente recomendable.
En esta ocasión, el hilo conductor será el viaje que hicimos aprovechando la propuesta de nuestro amigo Jose Luis, veterano conocedor del país.
Atravesamos el Atlas. Los valles dibujan gruesas líneas verdes de vegetación. Los pueblos se mimetizan con el terreno y comenzamos a ver formaciones geológicas que nos asombrarán durante el resto del viaje.
Las kasbahs, formidables fortalezas con grandes muros de abobe y tapial, que vigilaban los pueblos situados en las escasas zonas fértiles, aparecen en cada valle. Algunas están arruinadas, otras son auténticos palacios que aún conservan parte de su antiguo poder y riqueza, como la de Telouet. Especialmente bello es el ksar (conjunto amurallado) de Ait Ben Haddou.
Tras las gargantas del Dades y el Todra llegamos al desierto, tan plástico, tan fotogénico. Si bien hay una enorme extensión de terreno desértico, Erg El Chebbi, junto a la frontera argelina, es el desierto con dunas de arena mayor de Marruecos.
Regresamos por el fascinante valle del Draa, una gran extensión de oasis, cuyos pueblos tienen una autenticidad y belleza asombrosa.